sábado, 9 de agosto de 2008

Sobre las tibiezas de las proposiciones....por Dr. Alejandro Bevaqua



Registro de violadores






Prof. Dr. Miguel Maldonado y Dr. Alejandro Bevaqua en Curso de Med. Legal- Bahia Blanca




A punto de partida del horrendo acto perpetrado en Coronel Dorrego contra la niña Rocío, por parte de un violador con antecedentes en ese sentido, y aun ni siquiera atenuados los ecos de ese evento trágico, la realidad se impone con otro mazazo, cual es el descubrimiento de una banda de predadores sexuales con epicentro en Buenos Aires.


En ese contexto, se ha reavivado la discusión sobre la necesidad de contar con un registro de estos pervertidos, como tibio mecanismo de defensa social. Decimos tibio, vago, pues su utilidad real es dudosa, ya que conocer la identidad, lugar de residencia y perfil genético de un sujeto de estas características no presume ninguna solución de fondo, que es a lo cual se debe tender.


Se ha propuesto que el contenido de tal documento sea cerrado, de acceso restringido a las autoridades judiciales y policiales; sabemos con certeza que es imposible --incluso conociendo a un peligroso delincuente-- tenerlo sometido a vigilancia plena y continua, a un estricto control de sus actos las 24 horas del día, los 365 días del año, durante toda su vida. Esto no ocurre ni siquiera durante el tiempo que un malhechor permanece encarcelado; siempre existen lapsos en los que el individuo escapa al monitoreo.


En algún momento fatal, la eficacia de la vigilancia decaerá; en algún instante --transcurrido cierto período de tiempo--, determinados hombres y mujeres del foro, especialmente aquellos cultores extremistas de los Derechos Humanos, entre quienes se cuentan algunos magistrados absurdamente garantistas de nuestro medio, irremediablemente argumentarán que ya no es necesario mantener la mirada sobre el violador, aduciendo que éste (naturalmente) no ha actuado en determinado espacio temporal y que, así, debe considerárselo libre. Lamentablemente, no será para su reinserción en sociedad --lo que no puede lograrse--, sino para que, irremisiblemente, vuelva a violar.


Por otro lado, se ha sugerido que tal listado de abusadores sexuales sea de carácter público, abierto a la comunidad, actualizado e, incluso, con fotografía del avieso personaje.


En este contexto, cabe analizar dos variables: a) se aplica igual supuesto que en el apartado anterior; ni la policía ni la justicia y mucho menos los vecinos pueden garantizar observación continua y permanente del pervertido; b) sería naif , si no directamente absurdo, pensar que un barrio cualquiera aceptará en su seno la presencia de un violador, con el sencillo cumplimiento del trámite administrativo de darse a conocer.


Para justificar este último aserto, sólo basta leer la realidad a través de los medios de comunicación. Cuando se toma conocimiento de la presencia de un supuesto violador en una barriada, incluso las más marginales que en el imago popular se asocian a refugio de delincuentes, la reacción de la gente no se hace esperar: ataque a la propiedad donde reside el individuo, intento de linchamiento y/o solicitud de destierro del mismo. Esto ocurre aun sin que la justicia se haya expedido sobre el punto, lo cual significa que la persona es todavía inocente, y se da en virtud del concepto durkheimiano que sitúa ciertos actos --reputados como desviados o criminales-- por fuera de la tolerancia moral promedio de una población dada.


Recuérdese --sólo para abundar en esclarecimiento-- la reacción de los diferentes sectores de nuestra ciudad ante la simple idea de radicación en su vecindad del Mercado de Pulgas; si un emprendimiento de esta naturaleza generó semejante polémica, qué no cabe esperar sobre la localización de un degenerado.


Por una u otra razón, entonces, el registro de violadores no garantiza resultados ciertos; a ello corresponde sumar el nivel actual del conocimiento científico que avala, internacionalmente, la incurabilidad de estos individuos. Por tanto, ni la más (teórica) estricta vigilancia ni ningún tratamiento conocido a la fecha aseguran --mínimamente-- la tranquilidad necesaria a la sociedad cuando de abusadores sexuales se trata.


Solamente la extinción natural de la vida física (siempre nos hemos opuesto a la pena de muerte) o la exclusión definitiva de la vida social mediante el encierro perpetuo del violador son garantía de cierto orden.


A la niña Rocío, y en ella representadas todas las víctimas pasadas, se les debe --de mínima-- esta retribución; a las futuras, ya que resulta imposible evitar el primer evento dañoso, el paupérrimo consuelo de saber que, al menos, no han sido agredidas por quien ya reúne antecedentes de tal accionar. No pueden impedirse ciertos crímenes, pero sí es dable evitar la reincidencia.

El llamado "caso Carrasco" produjo un quiebre en un aspecto de la historia de nuestro país; el "caso Rocío" (aunque así denominado puede hacernos olvidar que, detrás del título, está la vida devastada de una niña y su familia) no puede ni debe considerarse uno más en la historia criminal de nuestro país. Sus espeluznantes características merecen constituirse en punto de partida para una modificación real, de fondo, en la consideración de monstruos de peligrosidad inextinguible.


Para concluir, sostenemos enfáticamente --siguiendo las enseñanzas de nuestros maestros Miguel A. Maldonado y Humberto Lucero-- que, a la hora de decidir sobre política criminal, no debe desoírse la voz --entre otros-- de los especialistas en Medicina Legal y Psiquiatría Forense. Este aserto vale --también y especialmente-- para aquellas juezas de garantías del foro local que prestan más oído a pervertidos, afortunadamente encarcelados, que a los profesionales que los tratan cotidianamente en el medio carcelario.


El Dr. Alejandro A. Bevaqua es médico especialista en Medicina Legal; reside en Bahía Blanca.

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